Cascos

   Comic book readerRuth Orkin                                                
     Ya en el Poema de Gilgamesh, reconocido como el primer texto literario de la Humanidad, aparece un tópico que estará presente a lo largo de los siglos: los dioses siempre acaban castigando la osadía del ser humano. En aquellas primeras tablillas de arcilla los escribas grabaron la desesperación del héroe, inconscientes tal vez de la paradoja de la que estaban siendo artífices: Gigalmesh debía asumir con resignación que no está en sus manos conocer el secreto de la inmortalidad, pero en el mismo acto de la escritura le estaban ofreciendo la posibilidad de existir para siempre. A que Gilgamesh existiera para siempre contribuyó en el siglo XV (aunque lo ignoró completamente) un orfebre alemán de nombre Johannes. Ya no más ojos al borde de la ceguera a la insuficiente luz de una vela en una húmeda celda para transmitir al mundo aquello que nos hace dueños de una necesaria plenitud, según palabras del músico Stanislaw Skrowaczewski (El hombre sin la cultura es un ser incompleto). A que el hombre no se sienta incompleto sino que sienta que su poder es aún mayor que el de un dios contribuyó un mal estudiante llamado Steve haciendo que las pesadas tablillas de arcilla, que los inflamables libros de papel devinieran  ligeras tabletas en las que se atesora el mundo. Pero tempus fugit. Mientras saboreamos el asombro, la tableta se hace vieja y da paso al escalofrío de la ciencia ficción. Su nombre es grafeno y ya ha pasado a ser un  extraño que merodea por el barrio mientras los gatos duermen. 
     Pero, ¿y que pasa con el castigo de los dioses?, ¿Qué tributo hemos tenido que pagar? El castigo es sutil, ligero y maleable  como una tableta de grafeno. El castigo es el tiempo. 
     Leo con la expectación de quien busca un remedio herbal para sus dolencias cotidianas un librillo  publicado en Acantilado, La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine. Es una reflexión que toma como punto de partida la técnica del argumento de autoridad para convencer de la necesidad de la literatura, de las artes, de una escuela pública en la que primen los estudios humanísticos. Ha pasado un año, ahora ya no lo veo por las librerías. Quizás haya envejecido poblado de telarañas. Telarañas desde las que Ovidio, Dante, Petrarca, Kant, Leopardi, Gautier,Víctor Hugo, Baudelaire, Italo Calvino y tantos otros guiñan ojos desesperados, impotentes de no ser escuchados, como las muñecas del cortometraje Alma. 
     El castigo es el tiempo, la falta de tiempo, la  desvalorización del tiempo. Y eso ya lo sabía uno de los maestro del absurdo. El  manifiesto de Ordine recoge unas palabras que Eugène Ionesco pronunció en 1961: 
“Mirad las personas que corren afanosas por las calles. No miran ni a derecha ni a izquierda, con gesto preocupado, los ojos fijos en el suelo como los perros. Se lanzan hacia delante, sin mirar ante sí, pues recorren maquinalmente el trayecto, conocido de antemano. En todas las grandes ciudades del mundo es lo mismo. El hombre moderno, universal, es el hombre apurado, no tiene tiempo, es prisionero de la necesidad, no comprende que algo no pueda ser útil; no comprende tampoco que, en el fondo, lo útil puede ser un peso inútil, agobiante. Si no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte. Y un país donde no se comprende el arte es un país de esclavos o de robots, un país de gente desdichada, de gente que no ríe ni sonríe, un país sin espíritu; donde no hay humorismo, donde no hay risa, hay cólera y odio”. 
     Ahora, a esas personas, pónganles unos cascos.

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